jueves, 28 de junio de 2012

LA ASOMBROSA HISTORIA DE LA CORBATA Y LA CHICA DE PENDIENTE DE PERLITAS


Tengo que confesar que siempre me han gustado las chicas de pendientes de perlitas. Creo que sabéis a qué tipo de mujer me refiero. Los mejores sitios para conocerlas solían ser las fiestas de los colegios mayores y, de todas ellas, la mejor era la de San Juan Bosco, en Sevilla. Os voy a contar una bonita historia que me sucedió hace ya algunos años en una de esas fiestas inolvidables.

Luis, mi mejor amigo, estudiaba entonces en Sevilla, vivía en Triana y todos los años me invitaba a pasar unos días a su piso – leonera de estudiantes, coincidiendo con la fiesta del colegio mayor, a la que no faltábamos ni aunque nos lo mandara el médico.

Normalmente aquello se celebraba en un bar de reconocida sevillanía, donde uno se lo pasaba muy bien si lograba abstraerse del hecho de estar rodeado de algún rancio de patillas tipo “oreja de cocker” y acento miarma. Además, había que asistir obligatoriamente de traje y corbata.

 Ambrose E. Burnside, que por sus frondosas patillas fue nombrado Hijo Predilecto de Écija.

Yo iría desde Córdoba y Pedro, otro amigo que venía también a la fiesta, me traería mi traje desde Huelva. Total, que llego Sevilla, a casa de Luis, y llamo a Pedro para preguntarle por dónde anda y pasarme a recogerlo. “Estoy en Huelva. Un primo mío ha tenido un accidente y estoy en el hospital. Él está bien, pero no tengo el cuerpo para juergas y me quedo aquí”, me contó.

Así que estaba sin traje, a una hora de recoger las invitaciones a la fiesta. ¿Qué hacer? Todas las tiendas estaban cerradas y no me daba tiempo a ir a Huelva, pillar mi traje y volver a Sevilla a tiempo. Entonces me acordé de mi tío Carlos, que vive en un pueblo del Aljarafe sevillano. Lo llamé para contarle la historia y me dijo que me pasara por su casa que él me dejaba ropa. Cogí el coche y me planté en su casa a toda prisa, ya que andaba justísimo de tiempo.

El problema es que mi tío es un poco más bajo que yo y tiene espalda para siete cuerpos. Ha sido siempre muy deportista (ha practicado vela, atletismo, natación, etc.) y parecía He-Man de los Másters del universo, mientras que yo en aquel entonces era más bien un Madelman delgadito. Pero ya había quedado con mi chica de pendientes de perlita y había que entrar en la fiesta como fuera, aunque pareciera que el traje me lo había comprado en Pichardo (que para quien no lo sepa, aclaro que es una famosa tienda de disfraces sevillana).

Llegué corriendo a casa de Luis y me cambié de ropa a velocidad supersónica. La verdad es que bien, bien, no me quedaba el traje. Uno tiene percha, pero aquello no había forma de defenderlo. El pantalón me quedaba corto, al igual que las mangas; no así la parte de la espalda que me estaba enorme. Parecía que me había apuntado a la moda de la vuelta ochentera a las hombreras. De repente me di cuenta de que se me había pasado un detalle importante: no le pedí a mi tío la corbata.

 En estas situaciones siempre me pregunto: ¿qué haría Macaulay Culkin en mi lugar? Y me abro una cerveza.

¿Y ahora qué? ¿Dónde conseguía una corbata a las diez de la noche? El tiempo se me echaba encima y tenía menos opciones de tener éxito que Sara Carbonero de conseguir el quesito amarillo en una partida de Trivial. Luis se quedó pensativo unos momentos y dio con la solución: “Lo único que se me ocurre que pueda estar abierto a estas horas es el chino de la esquina”. “Vamos para allá”, dije, dispuesto a alcanzar las más altas cotas del ridículo para lograr mi propósito.

Parecía que la china que atendía el negocio había pasado directamente de Chongqing a Triana y hablaba un perfecto sevillano. Me recibió con una sonrisa y una frase que nunca pensé que oiría de labios de un asiático: “Estamoh a punto de cerrá, shurrita”. No se podía negar que la señora se había adaptado a las costumbres locales, no solo por el acento, sino por el hecho de estar dispuesta a perder un cliente por respetar el horario comercial. ¿Qué clase de china era aquella, my God?

“La Muralla China no está má, pero no la compare con er Parador de Carmona, shoshete”

“Corbata…corbata….”, me atreví a susurrar mientras resoplaba por la carrera que me había pegado. “Ah, tenemoh musha, miarma… Ven acá pacá. Qué caló tengo, cohone. Estoy acarmá”, contestó la china como si hubiera sido poseída por el espíritu de Paco Gandía. 

Resueltamente me enseñó el muestrario corbatil de los horrores: corbatas de latas de Coca-cola, Bugs Bunny, fantasmas halloweenescos, animales del zoo en colores chillones y toda clase de frutas (el llamado modelo corbata macedonia psicotrópica).

Cuando estaba a punto de echarme a llorar, me enseñó una que en condiciones normales no llevaría ni uno de Gran Hermano en la comunión de un sobrino, pero que en aquel momento me pareció digna de Ermenegildo Zegna en un día inspirado. Lo cierto es que, al tacto, la corbata, que era más fea que un coche por abajo, resultaba extraña. Era como una especie de material sintético, sin duda tóxico. De lejos daba la impresión de ser una corbata horrible, pero, eso sí, confeccionada con tejido estándar corbatesco y eso era a todo lo que podía aspirar a esas alturas. Era tan dura que te daban ganas de colgarla en una cercha y calcularle el momento flector.

Las corbatas que me enseñó la china eran más o menos así.

Anudándome la corbata como pude, por la rigidez que presentaba, me monté en el coche y puse rumbo a la fiesta con Luis, totalmente resignado y con menos esperanzas de triunfar que la selección de baloncesto de San Marino.

Ahí me encontré con la chica de pendientes de perlitas, que se rió mucho cuando le conté la peripecia corbatil. Estábamos charlando muy animados cuando bajaron las luces y pusieron una canción de esas de ponerse romántico. Y entonces descubrí el porqué del tacto raro: LA PUTA CORBATA BRILLABA EN LA OSCURIDAD. Era una corbata tejida con material fluorescente. Allí estaba yo, el centro de todas las miradas, rojo como un tomate y perfectamente ataviado para guiar a un avión en un aterrizaje de emergencia en un día de niebla intensa. En fin, quise morirme por la vergüenza, miré a la chica, que lloraba de la risa, me abrazó con un “Ven, tonto” y me dijo al oído que aquello era lo más tierno que habían hecho por ella. Y, sí, amigos, ligué.

Desde entonces apoyo sin fisuras la reclamación de los comerciantes chinos de abrir sus tiendas sin restricción horaria alguna.