En no pocas ocasiones hemos leído que Wittelberg se acercó
a la aristocracia de Valcañete movido por intereses poco claros. Se ha hablado
sin descanso de su afán por introducirse en los elitistas círculos de la nobleza
europea y se ha señalado con el dedo acusador al artista, tachándolo sin
conmiseración de frívolo, esnob e incluso “trepa”, si se me permite la
expresión.
Ciertamente, no podemos negar el interés que demostró Wittelberg
en hacer amistades entre la aristocracia, pero su propósito tenía, en cierto
sentido, una dimensión artística puesto que éste no buscaba otra cosa que un
mecenas (me permito recordarte, amable lector, que Wittelberg se hallaba al
borde de la ruina en aquellos días y al mismo tiempo latía su pluma con fiebre
creadora).
Nuestro protagonista llegó con el paso del tiempo a tomarles
cariño a los nobles, llegando incluso a dedicarles un ensayo en el cual,
influido por las teorías comunistas de Wittelberg Senior, trataba de despertar
en la aristocracia “conciencia de clase” (con poco éxito, por cierto).
Introducirse en la corte no le resultó nada fácil a
nuestro amigo. Los comienzos fueron arduos y a veces caía en la desesperanza.
Trató infructuosamente de ser invitado a alguna fiesta o reunión social de alta
alcurnia, como la puesta de largo de Isabelita del Fresno, la romería del toro
embolao o la procesión del Cascamoñas, celebradas todas ellas con gran boato en
la residencia del Conde de Albatera. Finalmente, tras trabar amistad con el
Marqués del Franco Condado, llegó a asistir a una de aquellas fiestas.
Desde un primer momento intentó Wittelberg deslumbrar a
los demás en la reunión. Exhibió sin pudor sus conocimientos de música,
historia, política, religión y pretecnología, sin despertar gran entusiasmo
entre los congregados. Durante su disquisición acerca de la naturaleza del alma
y el concepto de impelencia, logró momentáneamente captar la atención de todos,
pero no fue más que un oasis de efímero interés en el desierto de tedio en que
se estaba convirtiendo la reunión a cada minuto. Ligeramente abatido, decidió
quemar el último cartucho... y logró sorprendentemente su propósito. El magistral
despliegue de chistes de leperos y ruidos corporales (habilidad esta última
adquirida en sus años en un internado suizo), le abrió de par en par las
puertas al mundo que anhelaba, despertando entre la concurrencia un hondo
sentimiento de respeto y admiración hacia su persona.
El Conde de Albatera llegó a quedar gratamente impresionado
por la capacidad de Wittelberg de eructar el himno nacional de Liechtenstein,
sin tomar aire en ningún momento.
El artista, día a día, y fiesta a fiesta, se fue haciendo
un hueco de honor entre la más rancia aristocracia. Disfrutaba enormemente en aquellas
veladas, donde se discutía apasionadamente de política, lógica aristotélica y
filosofía, y se celebraban acrobáticas orgías con la cuadrilla del bombero torero.
Todo marchaba viento en popa, incluso se rumoreaba que un importante fabricante
de monóculos iba a patrocinar las obras de teatro que Wittelberg tenía en
mente, pero, desafortunadamente, sus proyectos se torcieron.
“El incidente”, como fue denominado por la prensa local, sucedió
en la presentación en sociedad de la prometida del Conde Albatera, la bella y
caprichosa Marquesa de Peralta. Wittelberg, alma enamoradiza, quedó deslumbrado
por su porte regio, sus ojos azules y sus enormes patillas. Encarnita quedaba entonces
muy lejos en su recuerdo. A ella le conquistó su gracia y donaire y la interpretación
que hizo Wittelberg de “La cabalgata de las Valkirias” silbando con un peine.
Tras intercambiar algunos gruñidos, Wittelberg y la Marquesa se escondieron
tras unas cortinas para poder conversar lejos de miradas indiscretas. El Conde
de Albatera, que no había quitado ojo a su prometida, los siguió y, tras descorrer
las cortinas y ver a su amigo chupando los dedos de los pies de su amada, creyó
morir de celos.
Enfrentados por el amor de la Marquesa, los dos amigos decidieron
que no había más salida que batirse en duelo, provocando de camino, las
desgracias nunca vienen solas, la retirada del mecenas oculista, que no quería
verse mezclado en tal escándalo.
El padrino de duelo de nuestro protagonista no pudo ser otro
que el bueno de Van der Havoc, que a la postre decidiría la suerte de aquella
disputa al quedarse dormido, no pudiendo, por tanto, llevar las armas al Campo
del Honor.
El Conde estaba decidido a batirse aún sin armas (tal era su
afán de venganza), por lo que el duelo se celebró finalmente a cabezazos.... a
cabezazos y a primera sangre. Tras cuarenta interminables minutos en los que
los duelistas cruzaron sus frentes a golpe limpio, el Conde introdujo su mano
en el bolsillo de la levita para buscar un pañuelo con el que secarse el sudor,
cortándose con un abrecartas, con lo que duelo terminó felizmente para
Wittelberg. Algo mareado por los cabezazos y exultante por su triunfo, nuestro
protagonista corrió a buscar a la
Marquesa, a la que no pudo hallar en ese momento ya que
estaba haciéndose las ingles.
La relación con la Marquesa no fructificaría finalmente, aunque, eso
sí, sirvió para que Wittelberg publicara un par de obras a cuenta de su amiga.
Nota: capítulos anteriores de Wittelberg, aquí.
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